Atrapados en la jungla: a pie por la selva peruana (2da parte)

martes, 25 de diciembre de 2012


Felizmente, al llegar a esa fogata que veíamos iluminar una mínima porción de la selva por la que marchábamos (ver entrada anterior) encontramos al grupo con los que habíamos estado caminando, “el amigo”, tres chicos de Lima, una chica con su abuelo, una señora con su familia que jalaban maletas de rueda en medio de la selva. Descansamos, hablamos, hicimos bromas, un hombre nos ofreció quedarnos en su casa pero la idea era seguir porque había un pueblo cercano donde se supone que había un hotel pero también donde la policía había matado a dos personas. Unos cocaleros ofrecieron llevar en una moto al anciano y su nieta algunos kilómetros más allá. Nos levantamos todos y caminamos en grupo de nuevo, hacia lo que quisiera venir más adelante.

A veces pasaban mototaxis embanderados cuyos choferes estaban, obviamente, apoyando la huelga y movilizando a los cocaleros. Otras, nos cruzábamos con gente que venía en sentido contrario, rumbo a Pucallpa, hacíamos un trueque de malas noticias y con más terquedad que fuerzas seguíamos el camino.  Ya casi a las 11 de la noche llegamos al pueblo, cuyo nombre no recordamos o quizás preferimos no recordar y que era aquél en donde habían matado a 2 personas, entre ellas un niño. La entrada estaba bloqueada con 2 grandes camiones a los que habían rodeado con unos balones de gas.Caminaba mucha gente y había bulla por todos lados. A primera impresión todo parecía más una noche de feria que una huelga. Al vernos llegar se acercó un grupo de gente que nos rodeó y luego se entretuvieron conJim, a quien vieron como una aparición surrealista. La gente estaba aburrida y tensa y el yanqui pagó los platos rotos: era el blanco de bromas, burlas, preguntas curiosas. No todas las noches llega caminando desde Pucallpa un gringo pelucón, de 2 metros de alto, con un perro que obedece, en español y en inglés. Alguien nos ofreció marihuana, otro dijo: “su gobierno es el que apoya a la policía”, nadie respondió nada, de política no se sabe nada, de aburrimiento sí, así que a divertirse con el gringo. Cuando la situación se hizo muy incómoda Jim tomó a Nico y caminó veloz para bajarse de esa palestra de clown en el que lo habían puesto y se lo tragó la oscuridad. Cuando la gente se dispersó vimos que en la intersección de las dos calles principales de este pueblo habían levantado una especie de altar, protegido por unos toldos, en donde yacían las fotos y ropa de los muertos alumbrados por unas velas. Los cuerpos aún no habían llegado, habían mandado a traer ataúdes desde Pucallpa y la cosa se hacía lenta, demasiadas piedras, demasiados árboles que mover para permitir la pronta llegada. Imaginaba la aventura que estarían viviendo aquellos encargados de traer los ataúdes en medio del sopor selvático y del hervor de la violencia. ¿Caminarían con los ataúdes vacíos sobre los hombros en los lugares de esta exuberante selva donde la carretera estaba bloqueada? Los dos únicos hospedajes del pueblo estaban repletos, una noche al aire libre se avecinaba. Compramos salchipapas en un restaurante al que luego obligaron a no vender más. Exigían a todos a comer en la “olla común” que habían hecho los huelguistas. Mientras comíamos pudimos oír retazos de conversaciones de los cocaleros: que mañana viene la policía, que si vienen reventamos los balones de gas, que estamos armados, que no nos paran, que esto, que lo otro… 


Caminando en la noche selvática.


Salimos un rato a las afueras del pueblo a orinar y de pronto escuchamos que alguien, casi oculto desde una casa pobremente alumbrada, decía “Hey, Pablo amigou”, ¡era el gringo Jim!Pensábamos que lo habíamos perdido pero allí estaba, saciando por fin de su necesidad de una cerveza que la dueña de la casa, que al final nos dimos cuenta que era un bar, le había vendido. Nos alegró mucho verlo. El sitio parecía un excelente refugio, un mundo lejano a toda la tensión que se vivía dos calles más abajo. Fuimos a traer nuestras cosas y avisar a los del grupo la buena nueva y por fin estuvimos todos sentados y la cerveza empezó a correr.

La dueña del bar nos pidió que habláramos a oscuras para evitar llamar la atención de los huelguistas, así que lo pasamos así, casi adivinando nuestros rostros, el color de nuestros ojos, nuestros gestos en esa penumbra protectora. Habíamos caminado más de 25 kilómetros, quién lo diría. Las ampollas daban fe de ello. Pensábamos que la aventura se había acabado en los ríos de la Amazonía y no, había continuado aquí, en las carreteras amazónicas, en estos pueblos dejados al inevitable olvido de dios. Como decimos en el Perú, aquí te puedes morir de cualquier cosa, menos de aburrimiento.

Laxos y aliviados, entonados con las cervezas y las conversaciones animadas el mundo parecía otro, daban ganas de seguir así, en la mesa de un bar de la selva peruana, en donde un gringo loco, un amigo, una pareja conformada por un española y un peruano errantes, unos chicos limeños apurados en llegar a su trabajo y la dueña de un bar se hablaban con entusiasmo tratando de vivir cada segundo de ese momento porque sabían que algo como eso, una experiencia parecida, no iba a suceder nunca más. El sueño cundió y la dueña del bar sacó unas frazadas y cartones que nos sirvieron para dormir. Ojala pudiera recordar el nombre de esta señora que en todo momento nos trató maravillosamente bien. En medio de todo ese terreno que producía hojas venenosas ella era el vegetal que contenía el antídoto a la maldad, el abuso y la violencia.

Al día siguiente habíamos planeado salir a las 04 de la mañana, antes que el sol caliente y haga la caminata otro suplicio. Jim se quedó un rato más tomándose una cerveza y hablándole a su perro Nico. La meta para la mañana era llegar a Aguaytía, a 6 horas del pueblo sin nombre, del pueblo de los dos muertos.

Continuará...

Pablo

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