El viaje
A Maxime du Camp
I
Para el niño que adora los mapas y grabados
el universo iguala a su enorme avidez.
¡Ah, qué grande es el mundo a la luz de las velas!,
¡qué pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!
Un buen día partimos, con el cerebro en llamas,
en el pecho rencores y deseos amargos,
y al ritmo de las olas avanzamos meciendo
el infinito nuestro en los finitos mares:
Unos huyen alegres de sus patrias infames
o de su horrible cuna, y no faltan tampoco
astrólogos ahogados en ojos de mujer,
la tiránica Circe de filtros peligrosos.
Se embriagan, por no verse convertidos en bestias,
de espacios y de luz, de cielos abrasados;
el hielo que les muerde y el sol que les broncea
van borrando despacio la marca de los besos.
Mas viajeros, realmente, son sólo los que parten
por partir; corazones ligeros, iguales a los globos,
que nunca se separan de su fatalidad,
y, sin saber por qué, dicen siempre: ¡Adelante!;
aquellos cuyas ansias tienen forma de nubes,
y, al igual que un recluta aspira ya a un cañón,
sueñan con mil placeres, cambiantes e ignorados,
que el espíritu humano nunca supo nombrar.
II
Imitamos, ¡qué horror!, al trompo y la pelota
en su baile y sus saltos; hasta cuando dormimos
la cruel Curiosidad nos tortura y nos lanza,
cual Ángel despiadado que azotara los soles.
Fortuna singular, en la que el fin es móvil,
que no está en parte alguna por hallarse en cualquiera;
en la que el Hombre corre buscando su descanso,
sin que nunca le falte la esperanza más loca.
El alma es un velero en busca de su Icaria;
alguien grita en el puente: «¡Abre mucho los ojos!»
y otra voz en el cofá exclama ardiente y loca:
«¡Amor... gloria... fortuna!» ¡Demonio!, ¡es un escollo!
Cada islote que anuncia por la noche el vigía
es siempre ese Eldorado que prometió el Destino;
mas la Imaginación, que prepara su orgía,
sólo ve un arrecife cuando apunta la aurora.
¡Oh pobre enamorado de quiméricas tierras!
¿Habrá que encadenar o arrojar por la borda
a ese marino ebrio, a ese inventor de Américas
cuyo espejismo hace más amarga la sima?
Cual viejo vagabundo que el barro pisotea,
sueña, nariz al viento, con radiantes edenes;
sus ojos hechizados descubren una Capua
allí donde la vela sólo alumbra una choza.